Es probable que en unas cuantas semanas General Motors dé inicio a un proceso de quiebra en Estados Unidos. Por esa razón, la historia del asesinato del auto eléctrico cobra gran relevancia.
Desde hace cien años, la producción de un auto eléctrico ha tentado a las compañías automotrices, pero la trayectoria tecnológica en esta industria permaneció vinculada al motor de combustión interna. Hoy los problemas de salud pública, el costo del combustible y la necesidad de reducir emisiones de gases invernadero promueven un formato mecánico menos agresivo con el medio ambiente.
Cuando en los años 80 varias compañías experimentaron con prototipos de auto eléctrico, el Consejo de Recursos Atmosféricos (CARB) del estado de California percibió que el vehículo de emisiones cero había dejado de ser ciencia ficción. En 1990 dictó una orden a los fabricantes de autos: si querían seguir vendiendo unidades en ese estado, 10 por ciento de sus vehículos tenía que tener cero emisiones de gases contaminantes.
Aunque este mandato los disgustó, varias empresas se prepararon para acatarlo. General Motors lanzó al mercado un vehículo eléctrico, el EV1, con baterías convencionales de plomo y ácido. Poco después fue dotado de una batería de níquel e hidruro metálico (como las pilas Ni/MH de uso común), que le proporcionó un rango de autonomía de por lo menos 250 kilómetros con una sola carga. Es el mismo tipo de baterías que hoy usan varios autos híbridos.
El dueño de un EV1 podía recargar su unidad en su casa por la noche y el costo de operación era comparable con el de los de gasolina. Las ventajas se manifestaban, sobre todo, en el mantenimiento y costo de refacciones, pues el EV1 suprime muchas partes y componentes esenciales en el motor de combustión interna.
Pero en 1994, el CARB firmó un nuevo acuerdo con los fabricantes. Éstos tendrían que producir los autos de cero emisiones siempre y cuando hubiera una demanda de los consumidores para adquirir esos vehículos. Y ésa fue la pieza clave que las compañías estaban esperando. De inmediato se pusieron a demostrar que la demanda de sus propios vehículos era insuficiente y abandonaron todo esfuerzo por comercializar masivamente el producto. Es decir, estas empresas se dedicaron a sabotear su propia línea de producción.
El lobby automotriz continuó su campaña y demandó al CARB en 2001. A esa demanda se unió la Casa Blanca. Al mismo tiempo, la administración de Bush anunció un programa de apoyo para desarrollar celdas de hidrógeno. Ésta fue una táctica sucia: aunque la celda de hidrógeno es una tecnología inmadura, se le presentó como superior al auto eléctrico para restarle adeptos.
Las compañías habían tomado sus precauciones. Ninguno de los vehículos eléctricos había sido vendidos. Todos fueron objeto de contratos de renta a largo plazo sin opción de venta. Así pudieron retirarlos de la circulación porque, en realidad, eran una amenaza para los intereses de las corporaciones. General Motors llegó al extremo de recoger todos los EV1 que había colocado en el mercado de California y los embarcó a sus terrenos de prueba en Arizona, donde fueron destrozados para venderse como chatarra.
En abril de 2003 el CARB se doblegó y repudió la orden que había emitido. Ahora es importante preguntarse, ¿quién mató al auto eléctrico? La historia es contada con lujo de detalles en los videos Youtube al final de esta nota (con subtítulos en español) que identifica a varios sospechosos y las compañías petroleras ocupan el primer lugar. Pero dos actores importantes apenas son mencionados: los distribuidores de autos y la industria de autopartes. El auto eléctrico elimina muchas piezas mecánicas, simplifica el mantenimiento y esto recorta la rentabilidad en los distribuidores.
General Motors está por iniciar un doloroso proceso de quiebra en Estados Unidos. Las subsidiarias en todo el mundo sufrirán las consecuencias.
Hace un par de semanas, el grupo que supervisa el rescate de la industria automotriz en Estados Unidos obligó a dimitir a Rick Wagoner, el presidente y director general de GM. En una entrevista éste declaró que si se arrepentía de algo era de haber liquidado el programa del EV1. Perdió la oportunidad y en cambio compró American Motors, la división que produce los nefastos Hummer. Pésimas decisiones gerenciales que aceleraron la debacle.
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